Se sabe más sobre determinadas emociones. Son muy importantes las investigaciones que tienen que ver con la agresividad. Ningún gestor público, ningún político debería ignorarlas. Aunque nuestras sociedades son cada vez menos violentas, como ha escrito Steven Pinker en The Better Angels of our Nature , un adelanto del cual pueden leer en Tercera Cultura, existen unos prejuicios inerciales (o ideológicos, la mayor parte de las veces) que hacen que creamos todo lo contrario. Que vamos a peor.
Otro malentendido es que hay mecanismos para “desviar” la agresividad. Está la idea de que los jaleos, a veces con víctimas mortales, que se han llegado a montar en los estadios por una competición deportiva, aunque lamentables, pueden ser una válvula de escape para el “desahogo” del personal. Los espectadores, frustrados por mil motivos en su vida cotidiana, tienen una ocasión y un lugar para dar rienda suelta a unas emociones que liberadas así evitan males mayores.
Nada más lejos de la realidad. En Anger: The Misunderstood Emotion Carol Tavris nos dice todo lo contrario. Que la ira es un mecanismo que se auto-refuerza y que no sirve para que la gente se libere de la frustración, porque no la calma, sino que la vuelve más agresiva.
Esta reflexión me ha traído a la memoria una escena: estaba en Ibiza, en casa de un amigo. Por la mañana se peleaba con una montaña de cajas de cartón con las que la emprendía a patadas. Era un seguidor de las teorías de Wilhem Reich sobre el “orgón”, una especie de fuerza fruto de su imaginación y de los efectos tóxicos del psicoanálisis. Había que liberarse de ella para sentirse mejor. La violencia controlada era un fórmula. Él no sé si se liberaba, pero despertaba sobresaltados a los vecinos que no se lo agradecían con cariño.
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