Siempre que afloran los prejuicios éticos o nacionales,
en tiempos de escasez, cuando se desafía la autoestima o vigor nacional,
cuando sufrimos por nuestro insignificante papel y significado cósmico
o cuando hierve el fanatismo a nuestro alrededor, los hábitos de pensamiento
familiares de épocas antiguas toman el control. La llama de la vela parpadea.
Tiembla su pequeña luz. Aumenta la oscuridad.
Los demonios empiezan a agitarse (Carl Sagan).

el supremo valor de dominar la venganza

jueves, 24 de abril de 2008

No sólo aprecio a Jared Diamond como el magnífico y original investigador que es. También el relato de sus experiencias como antropólogo me lleva a menudo a reflexiones sobre cuestiones que me incumben directamente o que le tocan a mi sociedad muy de cerca. Este artículo que ha publicado en el New Yorker tiene resonancias inconfundibles para los que somos conscientes de la terrible excepción que significa el País Vasco aún en nuestros días.

En el caso de este artículo, a Jared Diamond, un amigo suyo, indígena de Nueva Guinea, le confiesa que, después de todo, los métodos “occidentales” para resolver disputas le han acabado resultando más convincentes que los suyos de toda la vida. Daniel, que así se llama el nuevaguineano, se refiere a esa gran invención del estado y a la justicia imparcial que es capaz de impartir. El filósofo Jean-Jacques Rousseau aseguró en su tiempo, sin ninguna prueba empírica, que el estado surgió por un voluntario contrato social: la gente previó sus ventajas y libremente acordó subordinar sus propios derechos individuales a una instancia superior. Rousseau no tenía razón y la investigación histórica y antropológica sugiere que nunca se ha organizado una sociedad en estado sin alguna presión externa, pues lo natural es que la gente se resista a ceder el poder por una conjetura racional. A Daniel, los métodos de justicia consuetudinarios de su tribu hicieron que le tocase asesinar por motivos de venganza (el odioso crimen de un querido tío suyo) a un individuo de otro clan. Eso le costó, como ya tenía previsto, años de incomodidad y de miedo continuo al contraataque de los indignados contrarios.

Jared Diamond le pregunta por qué simplemente, puesto que ya existía en su tiempo esa posibilidad, no le denunció a la policía y, traspasando esa responsabilidad, ahorrarse todo el sufrimiento que le acarreó su acción durante 20 años. Daniel reflexiona y responde con la mayor franqueza y naturalidad: si hubiera dejado que la policía lo hiciera no habría experimentado la satisfacción de obtener la venganza por sí mismo, incluso a costa de su propia vida. Y dice “¿Cómo podría yo sobrevivir a mi cólera el resto de la vida?”. Daniel está convencido de que el mejor modo de tratar con esa cólera es practicando personalmente la venganza.

Esta seguridad turba profundamente a Jared Diamond pues le trae a la memoria la horrible aventura vivida por su padrastro, un judío polaco que, al final de la guerra, siendo aún militar, teniendo la oportunidad de vengarse del asesino de tres mujeres de su familia (su madre y una hermana entre ellas) ocultas en una pequeña localidad decidió entregar al malhechor a la policía. El asesino, tras un juicio y sólo un año de cárcel, salió en libertad y se supone que vivió plácidamente hasta la vejez. Esta pobre compensación atormentó durante toda la vida al padrastro de Diamond, abrumado por la culpa y el pesar por no haber sido capaz de tomar venganza.

Cuán grande es el precio personal que los ciudadanos respetuosos con la ley y la justicia pagan por trasladar la venganza al estado, dice Diamond. No solemos reparar en el hecho de que la sed de venganza está entre las más fuertes emociones humanas. Al mismo nivel sin duda que el amor, la cólera, la pena y el miedo, temas que no nos avergonzamos de tratar y debatir. España, el País Vasco, son sociedades estatales modernas que nos permiten y animan a expresar nuestros sentimientos, incluidos los del amor a la patria, pero no la sed de venganza. Crecemos aprendiendo que tales emociones son primitivas, vergonzosas y necesitadas de superación. Y es cierto: la venganza personal o de grupo haría imposible coexistir pacíficamente como ciudadanos del mismo estado. Como dice Diamond, viviríamos en las condiciones de guerra constante que prevalecen en sociedades no gubernamentales como las de las tierras altas de Nueva Guinea. Pero eso no le impide a Diamond admirarse por la hazaña que significa derivar la justicia al estado. Ni admitir que, para un pariente cercano o para un amigo de alguien que ha sido asesinado o seriamente afectado por unos criminales, los sentimientos de venganza son naturales y poderosos. Y dice algo más rotundo. Que aunque actuar movido por la venganza no es permisible, reconocer la profundidad de este sentimiento no sólo tiene que ser aceptable sino francamente reconocido y valorado.

Yo aún no he visto la película de Gutiérrez Aragón, pero sé que va en la línea del reconocimiento de una realidad que se ha vivido de forma vergonzosa en el País Vasco, y más por las víctimas que por los agresores. Víctimas que jamás se vengaron como su naturaleza más honda les dictaba y que, tal vez, eso aún les atenaza el corazón. La herida es profunda, muy profunda. Yo siemre me he preguntado por qué existiendo un “Guernika” que va itinerante de ciudad en ciudad recordando el horror del fanatismo, nadie ha pintado algo de esencia similar que se llamase “Hipercor”. Por ejemplo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Es una entrada muy interesante, pero no demasiado oportuna para el día en que la actitud de un grupo político -supuestamente- democrático ha impedido desalojar a ETA de la alcaldía de Mondragón.

Si Diamond considera que renunciar a la venganza para confiar en la justicia impartida por el Estado es una hazaña, en vista de la actitud de ciertos grupos con responsabilidades gubernamentales hacia ETA y su entorno (y no me refiero sólo a IU/EB) aquí debemos ser auténticos héroes.

Unknown dijo...

¡Ah, se me olvidaba lo del cuadro!

Yo siemre me he preguntado por qué existiendo un “Guernika” que va itinerante de ciudad en ciudad recordando el horror del fanatismo, nadie ha pintado algo de esencia similar que se llamase “Hipercor”. Por ejemplo.

Pues por la misma razón por la que a unos dictadores se les denomina así, y a otros se les llama "líderes", "comandantes de la revolución" y otros adjetivos que rozan el elogio, cuando no entran en el terreno de la hagiografía. Por desgracia en la izquierda -y en especial en la izquierda más influyente culturalmente- sigue existiendo cierta tolerancia y hasta simpatía por unos asesinos que, al menos de nombre, comparten su mismo lado del espectro político. Por suerte cada vez son más las voces que se rebelan contra esto también desde la izquierda, pero aún les queda mucho camino por recorrer.